Pareciera que en este
mundo ya no hay espacio más que para el Hombre. La civilización se expande
vertiginosamente, construyendo ciudades de inmensurables dimensiones y
destruyendo toda la fisonomía natural del planeta. Los verdes valles, los
cerros y los bosques van cediendo su legítimo lugar a las frías cárceles de
cemento. El aire es reemplazado por
smog, las praderas por basurales y los ríos por cloacas. El humano todo lo
manipula y transforma, creyéndose un nuevo dios que puede usufructuar a su
entera voluntad de todo lo que él no ha creado. El resultado es siempre el
mismo: la destrucción irreparable del planeta.
El ser humano ya no es el mismo, de
rey de la naturaleza pasó a ser su destructor y su más peligroso enemigo. El Homo sapiens evolucionó, en menos de dos
mil años, hacia el Homo idiotus, una
especie por sí misma condenada.
Es como si a esta nueva especie, nada de lo natural le sirviera sino que
más bien le molestara. Su nueva conciencia le establece un patrón de conducta
orientada definitivamente hacia la destrucción de la Naturaleza, único camino hacia la liberación de su alma,
según él arbitrariamente esclavizada por la Tierra, a la que ya no cree
pertenecer.
El nuevo orden del nuevo siglo ya
está entre nosotros. Todo debe ser reemplazado, borrando de nuestras mentes
cualquier testimonio de un pasado oscuro y primitivo. La historia debe abolirse
pues está obsoleta. La nueva realidad es la virtual. Las tablas de la ley deben
ser reemplazadas por las aleaciones lógicas de los microchips y las leyes
naturales por la manipulación genética, la moral por la conveniencia científica
y la verdad por las imágenes recreadas en un programa a elección.
La población crece y al haber alcanzado
los miles de millones de habitantes ya nada importa, solo el Hombre.
Pronto, el mismo tendrá un valor
relativo y meramente estadístico. Nuestra especie no ha sabido ponerse a su
propia altura, a riesgo de transformarse de conquistadora de la tierra en la
más dañina de sus plagas.
La humanidad ya no es dueña de su
destino, ha sido superada por su ambición y conocimiento. La tecnología, el
crecimiento económico y la comunicación de masas son los nuevos amos, tan
tiranos y despiadados como las temidas guerras ideológicas o atómicas. Mientras
más buscamos la libertad, más prisioneros nos hacemos de aquellas herramientas
que creamos para alcanzarla. Al querer ser totalmente autosuficientes chocamos
una y otra vez con la realidad de un Universo interdependiente en el cual todo
parece haber sido creado para vivir en armonía. Por jugar a ser Dios nos alejamos cada vez más de
Él y de su maravillosa e inimitable obra.
Lo esencial del género humano se diluye en el
tiempo y la ilusión. Hasta el más elemental instinto de supervivencia ha sido
superado, dando paso a un estado de fatalidad y vacío existencial. Nos
resistimos a reconocer nuestra propia catástrofe. La muerte se pasea por el
mundo disfrazada de hambruna, desechos radiactivos y pandemias, ante la gran
indiferencia del ganado humano que solo atina a pastar en el bien fertilizado
campo del consumismo. Cada día son más escasos aquellos desadaptados que
conservan alguna capacidad de asombro y menos aún los que luchan intentando ser
profetas en su tierra. Un puñado de ilusos que todavía pretenden mostrar las
futuras consecuencias a un mundo que sobrevive a duras penas, en un presente
demasiado agobiante y complejo. En el esclavizado día a día el mañana siempre
puede esperar. Ya casi se han extinguido aquellos que de alguna manera
vislumbran la necesidad de legar a las futuras generaciones un lugar para
vivir, por lo menos igual al que a nosotros nos dejaron, cosa que por lo demás,
es instinto de hasta la más insignificante de las criaturas. Desgraciadamente,
como lo demuestra la historia, aquellas personas de mejores intenciones son
generalmente las que cuentan con el menor poder para dictar el curso de las
cosas. Los pueblos indígenas pueden dar testimonio de esto.
Vamos dejando atrás las cosas simples
y bellas, en un viaje a través del tiempo que no tiene boleto de regreso. La
sombra y el olor de los árboles, el sonido del río chocando contra las rocas,
el silencio profundo de la noche, la vasta soledad del desierto, la gratuita
compañía de las aves, la suave caricia de la tierra. ¿Quién las conoce?, ¿A quién le importan? El Hombre ya no es el
hombre de la tierra, es ahora el Homo
faber, que encuentra en su nuevo hábitat el refugio más seguro a su decepción y escepticismo. Es en su
cuarto cerrado, en el veloz espacio de su automóvil, en la estrechez de su
oficina y en el bien ordenado pasillo del supermercado en donde se desarrolla
ahora su lucha por la vida y su degenerada evolución hacia otra forma de
existencia que aún nadie puede siquiera imaginar.
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